Como
todas las mañanas se dispuso a regar el jardín de su patio trasero cuando vio
moverse algo entre las plantas. Asustada ante la posibilidad de que fueran
ratones llamó a una persona fuerte y valerosa que no conocía el miedo. Al
momento se presentó su, ejem, hija pequeña que se aventuró en el jardín. En ese
instante se oyó un “¡Oooohhh!” exclamado por su hija.
La niña
fue hasta su madre con las dos manos extendidas sosteniendo algo. La madre, con
estupor, estaba pensando "No me irá a traer una rata". Cuando la niña
llegó a su altura vio que sostenía un cachorrito de gato de apenas una semana
de vida. Madre e hija se quedaron unos segundos contemplando a esa cosa
peludita de movimientos torpes hasta que la hija sacó bruscamente a su madre de
su contemplación con un emocionado "¡Hay más!".
Efectivamente,
había más. Concretamente cinco más. Los cachorros presentaban claros signos de
abandono. Hacía un par de días que habían visto a una gata muerta que sabían que
había estado preñada. Sacaron a los cachorros del jardín y los metieron en una
caja en el garaje. Cuando hubo llegado toda la familia - en la cual estaba
incluido - a la casa se inició un debate para saber qué hacer con los
cachorros. No recuerdo bien cuanto tiempo estuvimos deliberando, puede que unos
quince o veinte segundos. Los cachorros pasaban a ser parte de la familia.
Por la
tarde, el veterinario nos informó que estaban algo desnutridos y había otro problema.
Tenían los ojos cerrados y muy hinchados. Dado que habían perdido a su madre
hacia días las legañas de sus ojos se habían acumulado y secado. Armados con los
consejos del veterinario, varios botes de leche maternizada de gato, biberones
y algodones nos pusimos manos a la obra. Lo primero fue preparar la leche y
darles el biberón. Tener a uno de esos bichitos en la palma de mi mano y sentir
como tragaba cada buche de leche al mismo tiempo que su cuerpo se iba
calentando es una de las sensaciones que más me han llenado en mi vida. Una vez
alimentados quedaba la labor más difícil. Con un algodón empapado en una
infusión de manzanilla bastante diluida fuimos limpiando las legañas. Al
principio con muchísimo cuidado hasta que la parte seca que impedía que
abrieran sus ojos se fue ablandando. Una vez retirada esa capa, pudieron abrir
los ojos. El poder contemplar la mirada curiosa de color azul de cada cachorro
ha sido otras de las sensaciones que atesoraré toda mi vida.
Esa
noche improvisamos una casita con cajas. En el suelo pusimos una bolsa de agua caliente
debajo de una manta y dentro un pequeño reloj de cuerda para que les recordase
los latidos del corazón de su madre. Salieron disparados a la caja, se
acurrucaron y durmieron. Durmieron para vivir toda una serie de aventuras al
día siguiente, pero esa....es otra historia.
Una historia de Gustavo García
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